No hay cosa que produzca tanta alegría, mejore el ánimo y
entregue tanto entusiasmo y paz como proclamar la Palabra, orar y compartir el
tiempo hablando sobre y con el Señor.
Esto es válido para la Eucaristía, la Adoración al Santísimo
Sacramento, la Catequesis, pero, sobre todo, para la Misión. Porque es el
ejercicio de “salir”, de la comodidad, la seguridad, el confort y bienestar de
nuestra casa, para ir a llamar, pedir que nos abran la puerta de sus hogares
otras personas, otras familias y entrar en ellas.
Ese salir, ese partir, ese dejar lo que me da seguridad y
comodidad y caminar hacia un hermano para derramar la Presencia y Bendición de
Nuestro Señor sobre él y su familia, no tiene comparación con otra cosa, y es
lo que hace a la Misión tan recompensante, tan gratificante (“¿No sentíamos que
ardía nuestro corazón cuando nos hablaba?”).
Los problemas permanecen, pero después de entrar a 3 casas y
bendecir 3 familias, escuchando sus dolores, enseñando de lo poco que uno sabe,
compartiendo la Palabra y la oración, no hay carga que no se pueda llevar, por
más pesadas que sean.
A quienes no lo han vivido, les digo: la Misión Sí es
el remedio para todos los males.