Hoy fue un día distinto a todos los anteriores. Hoy el Señor
nos regaló, al permitirnos acercarnos a Él de un modo distinto.
Llamamos en quince casas, nos abrieron en nueve: una testigo
de Jehová, dos evangélicos, y seis católicos. La respuesta de los tres no
católicos era esperable, fueron negativamente amables. Pero, los católicos… siempre
son los que peor responden y más nos impresionan ¿por qué nos rechazan como lo
hacen si tenemos la misma fe?
Entramos a una casa, donde una mujer que trabaja en su
almacén con sus dos hermanos no tiene tiempo para ir a misa, tampoco para leer
la Biblia; pero tiene una especie de altar con las fotos de sus familiares
fallecidos y varios santos, más algunas flores de plástico. Esa es su fe.
Leyó Juan 6, 46 – 58 “Yo soy el Pan vivo que ha bajado del
cielo”, la invitamos a que comentara el texto, pero ocurrió algo que ya hemos
visto en otras casas: las personas que nunca oran y nunca leen la Palabra no
pueden entender nada de lo que se lee, no son capaces de interpretar una sola
frase del texto, y dicen cosas muy generales y lejanas. Tampoco pueden hacer
oración.
Le comentamos la trascendencia del llamamiento de Jesús de
acercarnos a Él en la comunión, y su urgencia. Somos bautizados y no debemos
dejar que su sacrificio por nosotros haya sido en vano, abandonando el inmenso Amor que nos regala en la
Eucaristía.
Fue amable, y sincera. Tiene una sed que ella desconoce,
porque mencionó que siempre deja entrar a los católicos que van a verla y le
gusta escuchar. Es sed de Dios.
Al salir estaba en la calle su hermano, también bautizado
católico, un hombre mayor. Comenzó a hablar en voz alta contra la iglesia y a
increparnos sobre lo que hacíamos delante de varias otras personas. Nada se le
pudo explicar, porque no quería escuchar nada. Sólo quería insultar y calumniar
a la Iglesia y a los sacerdotes. Cuando llamó por su nombre al Arzobispo de
Santiago y dijo que era un pedófilo y
defensor de pedófilos, consideramos que no valía la pena seguir
intentándolo, le dijimos que hacía un mal y comenzamos a caminar.
Comprendí perfectamente a Juan (“Señor, ¿quieres que hagamos
llover fuego del cielo”?), y tuve la intención de decirle que merecería perder
el don del habla, porque lo usa para calumniar, injuriar y mentir sobre la
Esposa del Señor, pero, nada dijimos. Tal vez recordamos la respuesta del Señor
a Juan.
Luego vino otro católico, que tiene dinero, porque trabaja
mucho; tiene salud, porque tiene dinero y tiene comida y casa porque tiene
dinero... porque trabaja mucho.
Dios no tiene nada que ver en su vida.
Aunque…
siempre se santigua frente a las imágenes de la Virgen, confiando en su
protección cuando viaja, porque es chofer de camión. Poco pudimos avanzar con
él, sólo confiar en que en la Santa Misa se pide por las familias misionadas y en que él tiene una confianza de niño en Nuestra Madre, Ella lo llevará a Su Hijo: esa es nuestra esperanza.
La última fue como otras: católica que no tiene tiempo,
pero, nos escuchará si regresamos. Y
volveremos.
Fue la penúltima persona que visitamos, en la que Jesús nos
hizo el regalo, tal vez por la perseverancia de algunas horas caminando.
Nos atendió en la puerta. Es católica, y es la fe que cree
más verdadera. Sus dos hijos hicieron la Primera Comunión, y su nieta que ya es
grande, también. Se educó en colegio de monjas, del que tiene el peor recuerdo.
Y es todo.
No reza, no irá a Misa, no lee, por ningún motivo la Biblia
(“no la soporto”), no quiso recibir ni un santito siquiera. Fue amable, pero,
nos dejó a Marisol, mi hermana misionera y a mí, una tristeza agobiante. Por lo
que se pierde, por no querer ni siquiera “soportar” la Palabra de Dios, por el
alejamiento voluntario y a sabiendas de todo lo que se refiera al Señor.
Sentimos nuestra incapacidad más que en ninguna otra puerta, y nos llenó una
pena como la que tal vez sintió Nuestro Señor ante el joven rico. Tristeza de
pérdida, de vacío, de muerte. De alguna manera, advertimos que era un regalo
del Señor avistar aunque sea de lejos, a identificarnos con Su pena ante el que se cierra voluntariamente a Su Amor, y no quiere
escucharlo ni recibirlo, ante el que no quiere abrirle la puerta para oír Su
Palabra, Su consuelo, Su abrazo, Su comprensión, Su perdón, Su misericordia y
Su Amor. Nos detuvimos un momento y juntas oramos fuertemente por ella, sabemos que se rogará en la Misa. ¿Qué
más podríamos hacer? El Señor nos lo dirá tal vez cuando continuemos orando ante el
Santísimo por ella y todos aquellos a quienes visitamos.
Gracias, Señor. Es
otro de los regalos de la Misión. A veces, la alegría de ser recibido y el
corazón que arde, a veces la tristeza de
no querer ser escuchado y el corazón doliente, pero en paz.
La Presencia, siempre. Y esa es la recompensa.